viernes, 19 de febrero de 2016

El fin del mundo



  Leonela despertó siendo la última habitante de este planeta. Se desperezó como lo hacía todas las mañanas y se frotó las lagañas. Miró a su alrededor y notó un silencio que le resultó extraño. Extraño porque vivía en un departamento sobre una de las avenidas principales de la ciudad, y estaba acostumbrada a despertarse con el ruido de alarmas y puertas de colectivo que se abrían.
Lo que Leonela no sabía era que el mundo había llegado a su fin hacía instantes, mientras ella tenía los ojos cerrados.
En un principio no supo qué hacer y se quedó unos segundos en su cama intentando escuchar con atención, atenta a cualquier sonido. Pero lo único que escuchó fue el silencio.
Se levantó de la cama con el ceño fruncido y se acercó lentamente a la ventana. Miró y no vio a nadie. Las calles estaban desiertas, de gente y de vehículos. No se veía absolutamente nada.
Ahogó un grito de sorpresa y la desesperación la abrumó. Por primera  vez en su vida sintió que ese miedo que tanto había sufrido de niña, el miedo a que la abandonaran y a quedarse sola, finalmente se sentía real. Estaba aterrorizada.
Comenzó a recorrer el espacio de su departamento, tomó su abrigo que estaba en el living y abrió la puerta para asomarse al pasillo. Nada, sólo sintió el frío. Así como estaba, descalza y con el pijama debajo del saco llamó al ascensor. No esperó a que llegara y empezó a descender por la escalera los cuatros pisos que la separaban de la planta baja deteniéndose en cada piso, y agudizando su oído para intentar escuchar a algún vecino despertando.
Cuando llegó al piso inferior, notó que el encargado del edificio no estaba como todas las mañanas limpiando la puerta de vidrio. Salió, buscando algo o a alguien, comenzó a caminar pero se tropezaba con sus pies desnudos. Avanzó sin cansarse, por cuadras y cuadras de nada.
Miró al cielo buscando a los pájaros que solían revolotear la ciudad, pero descubrió que el cielo ya no estaba. En su lugar se abría un vacío que parecía infinito. Siguió caminando, pasó por la plaza más cercana a su casa, donde por la mañana se llenaba de chicos que andaban en skate y de señoras que sacaban a pasear a sus perros. Pero no quedaba nadie, sólo estaba el césped aplastado por las pisadas del día anterior.
Se dio cuenta de que era muy posible que todo fuera un sueño y se pellizcó con fuerza. Gritó por el dolor y por la desesperación, gritó pidiendo despertar, pero el eco de sus gritos le hizo zumbar los oídos. 
De repente empezó a notar que su cuerpo se sentía más liviano y a cada paso tenía la sensación de estar flotando. Su vista comenzó a nublarse de a poco, primero un ojo, después el otro. Ahora sólo escuchaba el silencio pero no podía ver. Leonela se dio cuenta de que ya no sentía miedo, y de que, por el contrario, su cuerpo liviano sólo sentía una paz abrumadora.
Lentamente, en el medio de una ciudad deshabitada, se la vio desaparecer.